H. B. Adams afirmo “El profesor trabaja para la eternidad: nadie puede predecir donde acabara su influencia” pero ¿reconocemos en nuestra vocación la eternidad?, ¿estamos conscientes del poder que recae en nuestras manos?

Los seres humanos nos encontramos en una constate búsqueda de inmortalidad; pero no me refiero a aquella en la que somos jóvenes y lozanos hasta el fin de los tiempos; hablo de aquella en la que nuestras huellas quedan impresas en los otros para siempre.

¿Cuándo elegiste la docencia pensaste que este camino te ayudaría encontrar esa
perpetuidad?

En mi caso “no”. Cuando empecé a ejercer mi carrera de profesora, todo el tiempo pensaba: debo hacer esto, debo hacer aquello, necesito llenar esto, debo planear esto; jamás pensé que las acciones que iba realizando se consolidarían en un futuro que tal vez ni siquiera vería. Pensar en el presente es una tarea que nosotros los profesores realizamos satisfactoriamente; nuestras actividades siempre llevan impregnadas las palabras aquí y ahora, sin embargo la educación es para el futuro.

Cada día miles de niños llegan a nuestras aulas, cada uno de ellos con expectativas diferentes, son seres humanos complejos que viven una época marcada por el consumismo, la globalización y la estandarización por esto, “el docente moderno” debe reconocer que la educación no está basada en conocimientos conceptuales, ya que la información circula a través de los medios tecnológicos. En este momento se hace necesaria una transformación de pensamiento en la cual el profesor acompañe al ser humano en el descubrimiento de sí mismo y de su lugar en el mundo. Somos nosotros los llamados a propiciar una revolución en las mentes de estas generaciones para que haya un mañana, y esa revolución solo puede empezar si vemos al hombre desde todas dimensiones. El hombre no se debe fragmentar o etiquetar, debe ser visto como un todo y en la medida en que todos lo veamos así comprenderemos mejor que nadie educa a nadie y que todo somos maestros.