Hay que introducirse con sumo cuidado en el universo de otras culturas. Porque la cultura es un saber compartido que cambia de una sociedad a otra, aun en nuestro propio país. Siendo un adolescente, cuando me fui a estudiar a Barranquilla, convencido de que el futuro quedaba lejos de mi terruño, tuve que adaptarme a una nueva conceptualización de la vida. Descubrí, por ejemplo, que en las noches ya no tenía que salir al patio para hacer mis necesidades fisiológicas bajo la luna y las estrellas. En el apartamento donde fui alojado, el baño funcionaba en mi propia alcoba, una arquitectura generosa, novísima para mí, que echaba por la borda el viejo dicho de mi generación en Lorica: “Es más maluco que unas ganas de cagar a media noche”. Por supuesto, semejante sentencia carecía de validez en aquella ciudad urbanizada en la que, para mi propio asombro, las sopas del mediodía se guardaban en la nevera para el almuerzo del día siguiente. Empecé a comprender muy pronto que la cultura constituye una morada, una nueva forma de estar en la vida en la que debemos sumergirnos con cautela para evitar los siniestros choques culturales, como le sucedió a Billy Sánchez, protagonista del cuento El rastro de tu sangre en la nieve (García Márquez), quien actuaba en París como si estuviera en el barrio La Manga de Cartagena, tan extraviado en los signos de otra cultura que no fue capaz de percatarse de la muerte de su bella, joven y adinerada esposa en el mismo hospital donde la había internado.
En el año 1982 Fabio de Jesús Jurado Valencia, poeta colombiano, académico, hoy Profesor Titular de la Universidad Nacional, fue detenido por miembros de la policía de la Ciudad de México y llevado con apremio a una comisaría bajo la sospecha de ser integrante de una banda de atracadores de banco. Debido a un desconocimiento imperdonable había fotografiado a otra colombiana que posaba oronda para la posteridad frente a la fachada de un banco estatal de la ciudad, como si ambos estuvieran en Buga. Costó trabajo demostrarle a la policía mexicana que todo había sido una candidez de turista.
En la Avenida Insurgentes, en la misma Ciudad de México, en cuyos buses urbanos (“camiones”) se percibe el tierno olor de tortilla, un grupo de colombianos fuimos avistados por una patrulla de la policía mientras nos pasábamos de boca en boca la botella de tequila, como si estuviéramos en una calle de San Antero. Para fortuna nuestra, la patrulla no encontró un retorno próximo para perseguirnos y pudimos escapar sin dificultad a lo largo de la extensa avenida. Fue aquella noche de domingo, de regreso del Teatro Blanquita, cuando supimos que en México era prohibido ingerir licor en las calles.
En el año 1998 una amiga generosa que me condujo por los caminos asombrosos de París me aconsejó desde el primer día que no mirara a nadie a los ojos. Cuando iba en el metro que nos llevaría a la estación de Saint Michel tuve que evadir los ojos hermosos de una mujer parada frente a mí y estrellar los míos contra el piso del vagón. “Cualquiera te puede demandar por invasión a la intimidad”, me explicó un poco, como para disipar el lamentable estado de mi rostro atónito, descompuesto por la perplejidad.
Pero no solo en París. Una amiga de la Universidad de Oviedo (España), donde desarrollé una pasantía en torno al humor en la obra de García Márquez, me advirtió de inmediato, antes de que yo incurriera en el craso error, que los piropos, vistos en el Caribe colombiano como válvulas de escape, tienen otra connotación en España y se ven como un signo de mala educación. Estaba a punto de vender mis libros entre el personal académico de la universidad cuando mi tutora me hizo ver que lo podía hacer, no pasaba nada, pero aquello se veía mal en España. Sobre todo porque evadía impuestos, que en los países europeos representa un delito de gravedad.
Oviedo fue para mí un refugio que me extendió una mano de seguridad todos los días en mi sendero. Yo caminaba a lo largo de las calles en medio de la multitud, sumido en las líneas de mi contemplación, en la luz de mis pensamientos, sin la necesidad de ser otro. El primer día, impregnado aún de mi cultura, quise saber si correría peligro al caminar de noche. El español, dueño de la pensión familiar, se ofendió cuando se lo pregunté. “Sácate esas ideas de la cabeza”, me dijo. “Eso sucede en tu país”.
Otra noche me dejé llevar por un recóndito sentimiento patriótico y me dispuse a ver un partido de fútbol. El equipo de Harold Lozano se enfrentaría al Deportivo Oviedo. En la antesala del cotejo, sentado en las gradas, ufano, me sentí alumbrado como nunca, descubierto, sin secretos, flotando en medio de la luz nítida, diáfana, del estadio. De pronto exploté, con un toque de amargura: “Ojalá no se vaya la luz”. El asturiano que estaba a mi lado me miró sin comprender. Días más tarde habría de saber que las electrificadoras españolas avisan con meses de anticipación la interrupción del fluido eléctrico para evitar cualquier tipo de perjuicio empresarial y social.
Decir todo esto es para mí un acto de generosidad. Hace pocos años, cuando por fin conocí New York, me alojé en el apartamento de un amigo, ubicado en el alto Manhattan, en Broadway. Apartamento que compartía con una pareja de dominicanos pensionados, lo que me pareció incómodo, pues el ser humano trabaja para tener un lugar digno en el cual vivir a sus anchas. Además de esta incomodidad, había que vadear otros escollos, como tener que pasar frente a la habitación de los pensionados cada vez que me dirigía al baño. A diferencia de lo que hago en mi casa, o en cualquier casa de confianza del Caribe en la que esté alojado, que es entrar al baño con la toalla enrollada cuando me voy a bañar, en New York tenía que entrar vestido para no incurrir en el riesgo de ser demandado por los dominicanos por exhibicionismo, como me lo hizo ver el amigo.
Estados Unidos es el país más contencioso del que se tenga noticia. Las demandas llueven por cualquier motivo, porque se convierten, en caso que se ganen, en fuentes de lucros. Y los abogados hacen su agosto. El abogado defensor de un adolescente hijo de millonarios, con el fin de conseguir la libertad condicional de su cliente que había matado a cuatro personas mientras manejaba embriagado, arguyó con éxito ante la corte que éste padecía de afluenza, una nueva enfermedad estrato seis que consiste en que los hijos de los millonarios no tienen conciencia de los desenlaces de sus actos, aunque se trate de homicidios, debido a la irresponsabilidad de los padres que no son capaces de reprender a sus hijos.
Por eso no me asombra que unas señoras de edades avanzadas salgan hoy, después de tantos años, a demandar al actor cómico Bill Cosby por el delito de agresión sexual, delito de origen norteamericano que consiste en tocar o penetrar sexualmente a otra persona sin su consentimiento. Resulta grotesco ver a las demandantes acompañadas de su abogada mostrando las fotos de cuando ellas eran jóvenes y bellas, como para hacerles creer a los demás que ellas sí eran capaces de incitar a la agresión sexual. ¡Qué barbaridad! Detrás de todo se alza la codicia del dinero. El mismo impulso que llevó a Mónica Lewinsky a confesar que había practicado sexo oral con Bill Clinton, un hombre que, según García Márquez, malversó su capital político porque no encontró a tiempo un rincón en la Casa Blanca para hacer el amor.
Cuidado entonces con los viajantes que piensen emprender viaje al exterior, sobre todo a los Estados Unidos. Si tienen la intención de usar el metro de New York, por favor no acercarse demasiado a una dama porque corren el riesgo de ser demandados por agresión sexual y cosas por el estilo.

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