En el contexto actual, la educación tiende a orientarse cada vez más hacia la formación técnica y profesional, avalada por el enfoque por competencias y condicionada por las exigencias del mercado laboral tecnocientífico. Aunque esta dimensión es relevante, ha generado una visión reduccionista que relega a un segundo plano la formación ética y humanística. Frente a este panorama, y aun cuando la filosofía ha sido arrinconada por el tecnocienticismos dominantes, se presenta como un componente esencial para oxigenar y equilibrar la educación, aportando trascendencia, profundidad, sentido y dirección al proceso formativo contemporáneo. Su presencia en el ámbito universitario no solo es pertinente, sino indispensable para la formación de ciudadanos con conocimientos científicos sólidos, creativos, críticos, éticos y comprometidos con los desafíos de la sociedad actual.
En nuestros días, la creciente tecnocratización de la educación prioriza las competencias funcionales, la productividad y la empleabilidad. Si bien este enfoque resulta útil desde una perspectiva económica, empobrece la formación al desatender dimensiones fundamentales del desarrollo humano. Se educa para el hacer, pero no siempre para el ser, el convivir ni para la humanización plena de la persona.
Como remedio a esta situación, la filosofía ofrece herramientas poderosas, en consonancia con la naturaleza del ser humano. Activa el pensamiento, recupera el valor del ocio como espacio fértil para la razón y el espíritu crítico, y promueve una reflexión profunda sobre el conocimiento y la vida misma. La filosofía cuestiona los fines de la educación, impulsa el diálogo racional y fomenta la autonomía intelectual. Además, ayuda a los estudiantes a situarse en el mundo con una actitud reflexiva, creativa y responsable ante los problemas personales, sociales, culturales y políticos, así como frente a su propio proyecto de realización humana.
La educación universitaria no debe limitarse a formar profesionales técnicamente competentes; su responsabilidad va más allá: debe formar personas con sentido de responsabilidad profesional, científica y humana. Es decir, se trata no solo de educar para el ejercicio profesional, sino para la vida en su totalidad. La filosofía contribuye de manera decisiva a esta tarea al activar la capacidad racional, propia de la condición humana, e introducir preguntas fundamentales sobre el sentido de la vida, la justicia, la libertad y la dignidad humana.
En un contexto dominado por el relativismo, y como bien lo señaló Marco Aurelio Denegri, por el superficialismo, el inmediatismo, el fragmentarismo, la desinformación, el facilismo y la distracción, la presencia de la filosofía se vuelve más urgente que nunca, para que el hombre contemporáneo retorne a ser verdaderamente homo sapiens y no sólo homo faber. No se trata de que la filosofía compita con la formación técnica o científica, sino de que la complemente, orientando el conocimiento hacia fines éticos, sociales y trascendentes. Su inclusión promueve una educación más crítica, consciente y transformadora.
Por ende, incluir la filosofía en la educación universitaria no es un anacronismo ni una carga adicional, sino una necesidad impostergable para rescatar al ser humano del irracionalismo y del relativismo dominante. La filosofía permite recuperar el verdadero sentido de la educación superior: la formación integral del ser humano. Esto implica dotar al proceso educativo de profundidad y propósito, formando no solo profesionales eficientes y técnicos, sino también personas íntegras, capaces de pensar críticamente, actuar con ética y comprometerse con el bienestar común y el futuro de la humanidad. Recuperar el lugar de la filosofía en los programas universitarios es, en definitiva, una apuesta por una educación más humana, reflexiva, socialmente responsable y auténticamente transformadora (Estilización y edición realizada con apoyo de OpenAI, 2025).