Navidad: Fiesta de la vida para la humanidad

Celebrar la Navidad es detenerse un momento y pensar en la vida, es sosegarse en el espíritu y sentir la presencia amiga, es disponerse a vivir con un nuevo espíritu la alegría de saber que ha nacido Dios.
Cada fin de año empezamos a sentir un nuevo ambiente, las sonrisas se preparan para su mejor expresión, aunque algunas no podrán sonreír. Los niños se ilusionan y los viejos también, los jóvenes sueñan como verse mejor, mientras que los adultos ensayan como alegrar el corazón de sus pequeños.
Vivimos un adviento de dulce esperanza, de amarga tragedia, de vida cotidiana, de ilusión y deseo para que el mundo sea diferente y las personas experimenten un poco más de compasión.
La Navidad es mirar al cielo y dejarnos impactar por esa «claridad» que envuelve con su resplandor a unos pastores y anuncia que algo nuevo ha sucedido.
La imagen es grandiosa: la noche queda iluminada, la vida queda iluminada, sin embargo, los hombre tienen temor, sienten miedo no a las tinieblas sino a la luz, de allí que el anuncio empieza proclamando: «No teman».
Podemos constar que en la vida no pocas veces preferimos vivir en tinieblas, aparentemente es más cómoda, nadie nos ve, pero en el fondo nos da miedo la luz de Dios y nos resistimos a vivir en la verdad. Si no ponemos en estos días más luz y verdad en nuestra vida, no podremos celebrar la Navidad.
La Navidad viene de Dios que nos anuncia: «Les traigo la Buena Noticia, la gran alegría para todo el pueblo». La alegría de Navidad no es una más entre otras, no es aquella que produce al ganar un premio y experimentar un frenesí encantador. «No hay que confundirla con cualquier bienestar, satisfacción o disfrute. Es una alegría «grande», inconfundible, que viene de la Buena Noticia de Jesús. Por eso, es para todo el pueblo y ha de llegar, sobre todo, a los que sufren y viven tristes».
Sería triste si Jesús no es una «buena noticia»; si su evangelio no nos dice nada y queda en letra muerta. Si reducimos estas fiestas a disfrutar aisladamente o a alimentar un gozo religioso egoísta, celebraremos cualquier cosa menos la Navidad, celebraremos aquella fiestita de derroche y satisfacción superficial que terminará cuando se haya agotado el alcohol o no den más las fuerzas físicas.
La razón fundamental para celebrar la Navidad es porque: «Nos ha nacido hoy el Salvador». Ese niño que ha nacido de María y José. No es suyo. Es de todos. Es «el Salvador» del mundo. Es el único en el que podemos poner nuestra confianza y última esperanza. Ese niño frágil e indefenso capaz de trasformar los corazones más endurecidos, viene a nosotros, viene a nuestro encuentro.
En esta fiesta no pensar que si falta algún objeto que nos presenta el mundo mercantil, falta la Navidad, porque este acontecimiento no se reduce a lo material sino que trasciende la esfera de lo mortal y nos abre el camino para ver a Dios. Es el más grande de la humanidad, aquel que partió la historia en dos y que anuncia que algo nuevo ha sucedido, que el mundo a partir del nacimiento de Jesús será distinto y diferente, que cambiarán los criterios predominantes, que se convertirán en testigo de la verdad y la esperanza.
Que el regalo de Navidad sea ofrecer una nueva persona, con un modo de ser, de pensar y de actuar según el corazón de Cristo, que quiere que todos vivamos en condiciones dignas y humanas.
Decidamonos a vivir de una vez por todas según el querer de Dios. Aunque parezca una utopía es posible vivir el proyecto del amor, los valores de la justicia y de la honestidad.
Deseo que los hombres y mujeres nos miremos al corazón, que caigamos en cuenta que hemos sido creados para amar y servir. Que miremos a este niño en el pesebre que quiso venir a mundo del modo más simple posible inimaginable, en un establo. Que nos perdonemos a nosotros mismos y al prójimo.
Que los padres engendren con amor y acaricien a sus hijos, que los profesores ayuden a crecer a sus alumnos, que los trabajadores engrandezcan la ciudad y los vendedores ofrecen productos saludables.
Que los políticos digan la verdad y no desencanten a los jóvenes, que los periodistas estén dispuestos a perder una primicia antes que la credibilidad, que los sacerdotes sean más explícitos en la proclamación de la Buena Nueva.
Que la universidad siempre busque la verdad, que las autoridades sirvan a las personas, que los administradores de la justicia entienden que han recibido un encargo divino, que los abogados sólo sean justos, que los banqueros descubran que la auténtica riqueza está en el corazón austero y solidario y los choferes no se confabulen con los policías en un apretón de manos que genera impotencia.
Que los ladrones busquen otras maneras de vivir y los caritativos no se cansen de ser buenos. Que los reclamos sindicales y vecinales sean con la dureza del espíritu y no con las armas que golpean. Que los planificadores urbanos sepan trazar lineas y los ciudadanos vivir como vecinos. Que los contribuyentes se ingenien para no evadir sus cuentas y para que se acabe el bendito diez por ciento.
Que los constructores hagan obras de calidad que también sirvan para sus nietos, que los gobernantes no condicionen con coimas la realización de los proyectos, que no nos engañemos unos a otros. Que sepamos ser valientes frente a la seducción del poder, placer y tener, y sobre todo para que no seamos ingenuos de creer que esto sólo se logrará con las buenas intensiones, sino si somos honestos y estamos dispuestos a vivir como humanos, libres, sonrientes, sacrificados y dispuestos a trasformar las situaciones adversas en aquello que anhela el corazón: la fraternidad; porque ha nacido el Salvador de la humanidad.
En definitiva somos lo que deseamos en el corazón, lo que necesitamos para realizarnos como personas. Algunos necesitan muy pocas cosas, otros reclaman ingentes cantidades para satisfacer sus vanidades. Hemos de desear ardientemente vivir en paz, en la paz interior, aquella que brota del corazón sincero que sabe amar y perdonar.
En la paz interior está nuestra riqueza porque allí habita Dios. Hagamos de nuestra vida la morada de Dios, que nuestro cuerpo cante las grandezas de Dios y nuestro espíritu resplandezca en una mirada limpia, tierna y solidaria.
Sin la esperanza, no hay Navidad. Vivamos esta esperanza que se funda en Jesucristo y que hoy lo envuelve todo en una claridad para que permanezca siempre en el mundo y en nuestras vidas.

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