La cultura post moderna y urbana está en expansión en América Latina y se siente principalmente en las capas más instruidas de la población, en los medios y en la política. Se caracteriza por un individualismo y subjetivismo extremados, que se manifiestan en el pluralismo, en el relativismo, en el secularismo y en el permisivismo moral, bajo el pretexto de una autonomía subjetiva que rechaza la normatividad de una verdad fundante y universal. Al mismo tiempo, crece un laicismo militante y anti religioso1. A esta realidad se agrega el fenómeno creciente de la incredulidad, la incertidumbre espiritual en los creyentes y el New Age.
América Latina experimenta problemas como el decrecimiento de la población de la Iglesia, la transmisión intergeneracional de la fe, el crecimiento dinámico de los movimientos no-católicos y un déficit de colaboradores consagrados, pero a la vez presenta grandes oportunidades como el hecho de ser el continente católico más fuerte del mundo (43%) con una densidad católica más elevada del mundo (84%), con la experiencia pastoral de más de 500 años y una descomunal y generosa disponibilidad de los laicos2.
Al haber iniciado un nuevo milenio Juan Pablo II nos invitaba a interrogarnos con humildad sobre la responsabilidad que tenemos en relación a los males de nuestro tiempo que se encarnan en la llamada cultura de la muerte. A luz de la doctrina de la Iglesia analicemos esta situación y busquemos los cauces para nuestra enmienda.
En esta cultura percibimos que el agnosticismo reciente es en gran medida antirreligioso, criticando adversamente no sólo el conocimiento que tenemos de Dios, sino también los fundamentos de la fe en Él. Muchos adoptan una combinación del agnosticismo con el ateísmo, más que con una fe irracional y sentimental. Se elimina, personal y sistemáticamente, la idea que se tiene de Dios, del mundo y de la vida. Esta actitud se transforma en indiferencia hacia la religión, en el mejor de los casos como una cuestión inescrutable, y luego en incredulidad. El agnóstico no siempre se abstiene meramente de afirmar o negar la existencia de Dios, sino que se traslada a la vieja posición del ateísmo teórico y deja incluso de creer que Dios exista, de allí que el agnosticismo se encuentra a menudo en combinación con el ateísmo3.
La doctrina del agnosticismo por parte del entendimiento, cierra al hombre todo camino hacia Dios, y al mismo tiempo imagina abrírselo a cierto sentimiento del ánimo y de la acción. En realidad, si se suprime el entendimiento, el hombre se irá tras los sentidos exteriores con inclinación mayor aún que la que ya lo arrastra. La inmensa mayoría de los hombres profesan y profesaron siempre que no se logra jamás el conocimiento de Dios con sólo el sentimiento y la experiencia, sin ninguna guía ni luz de la razón4.
Frente a esta situación, Juan Pablo II recordaba que: «Si algunas regiones y algunos ambientes esperan un primer anuncio del Evangelio por todos lados, sin embargo existe la necesidad de que éste se vea renovado. Frecuentemente el conocimiento del cristianismo se da por descontado cuando, en realidad, la Biblia es poco leída y estudiada, la catequesis no siempre profundizada y los sacramentos son poco frecuentados». Añadía el Santo Padre: «De esta forma, en lugar de la auténtica fe se difunde un sentimiento religioso vago y poco comprometedor, que puede convertirse en agnosticismo y ateísmo práctico»5.
En este sentido, el agnosticismo impone una actitud de no creer en Dios ni en la vida eterna y se muestra intolerante, quiere imponerlo todo y considera que la verdad se decide por mayoría. Es una mentalidad que busca la opinión pública para imponer las ideas, y confunde a las personas manipulando argumentos como la democracia, la tolerancia y el diálogo.
¿Que hacer frente a esta situación casi dramática? Es preciso «transformar la cotidianidad» pero desde prácticas donde se valoren las relaciones horizontales de colaboración participativa como las que se dan en innumerables organizaciones intermedias que hoy van conformando más y más el tejido social, oponiéndose con ella a la exclusión y a la discriminación. No se debe sólo mejorar la relación interpersonal, sino también los modos de integración grupal marcados por la libertad y la diferencia. Y esto en la familia, en el trabajo, en la escuela, en la política, en las instituciones estatales, también en la comunidad eclesial y en general en las restantes organizaciones de la sociedad civil.
Los Obispos reunidos en Aparecida (Brasil) nos convocan a recomenzar desde Cristo. Es una invitación, un reto, un impulso para ser lo que debemos ser: discípulos y misioneros de Jesucristo. Hemos de aprovechar y crear oportunidades para ponernos a la escucha de lo que el Espíritu quiere decirnos. Asumiendo esta invitación con espíritu de fe, con apertura de mente y de corazón, porque es una palabra profética, una buena nueva, un dinamismo evangelizador. Que nuestra actitud demuestre que es posible conocer a Dios en la práctica de la solidaridad.
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